No digas provechito

Advertencia: Esta no es una clase de etiqueta

No digas provechito

La historia siempre es la misma. Llegas a tu restaurante favorito, te sientas y revisas la carta (aunque ya te la sepas de memoria). Ordenas y un rato más tarde el mesero llega con tu plato, uno que por supuesto ya venías saboreando desde minutos antes. Lo muerdes, la dopamina invade tu cerebro y en el pico de aquel éxtasis alguien detrás de ti te exclama: ¡provecho! Volteas, con la boca llena y las manos sucias te tratas de tapar los labios con la servilleta (que además, para variar, está sucia), y logras escupir un sonido parecido a un gracias. 

Ya lo dijo Sofía, interpretada magistralmente por Ilse Salas en Las niñas bien, una película mexicana que tiene como telón la crisis financiera del 82 y que expone el clasismo de la época,: “no digas provechito”. Y la verdad es que razones hay de sobra, pero los mexicanos —conocidísimos por ser tan atentos como tercos—  nos aferramos a seguir deseándolo a la menor provocación. Veamos si conociendo su origen sigue estando en tu lista de frases de etiqueta.

Sobre su génesis, teorías hay por montón. Por ejemplo, se dice que esta expresión se inventó en la época colonial y que debido a la escasez de alimentos la gente deseaba, cuando tenían comida, que literalmente la aprovecharan. La clase alta, en cambio, interpretó esta expresión como una ofensa. ¿Para qué provechar algo que tengo de sobra? Muy aquella escena de Las niñas bien que les comentaba unas líneas arriba.     

Una hipótesis más señala que el provechito llegó a México desde el antiguo continente. Al igual que el millar de cosas, frases y palabras que ya vemos de lo más cotidianas, provecho fue una palabra que arribó desde España en la conquista. Y allá, del otro lado del Océano Atlántico, se comenzó a utilizar gracias a los moros.

Cuando hace unos cuantos siglos atrás los árabes conquistaron la Península Ibérica varias fueron las costumbres que llevaron con ellos. Una de ellas era el eructar en la mesa para hacer notorio que la comida fue todo un gozo. Inmediatamente después de aquel rugido de satisfacción, alguien por educación debía responder provecho. 

Un par de años después los Reyes Católicos tomaron el poder y desterraron a los moros. El problema fue que aquella costumbre oriental, a diferencia de los árabes, logró quedarse en tierras españolas y eventualmente, en tierras latinoamericanas.

Los siglos transcurrieron, y la palabra se hizo más popular hasta que hace algunos años, si no es que meses, en Tiktok y otras redes sociales el provechito generó todo un debate que resultó siendo el último clavo del ataúd. La premisa fue obvia; cuando dices provecho la gente está a medio bocado y termina por contestar educadamente con la boca atiborrada. Insisto, algo incómodo para todos, comensales y espectadores.

Al final, esto no es una clase de etiqueta, pero sí es una invitación para cuestionar todo lo que nos rodea, incluso en la mesa. Constantemente nos preocupamos saber qué ingresa a nuestro cuerpo, pero tal vez deberíamos darle la misma importancia (o más) a lo que sale de la boca.

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