Cuando llegué a vivir a esta ciudad (hace ya más de una década), como todo buen foráneo, lo primero que extrañé fue la comida. En mi caso, disfruto andar por sus calles, perderme en sus mercados, parques, puestos callejeros, fondas y cocinas económicas. Creo que esa es la mejor forma de lograr un vínculo con la cocina, uno tan íntimo como inexplicable. Es inmenso el abanico de sabores, aromas y texturas que un paraíso, muchas veces desconocido, tiene para ofrecerte.

Fue así como llegué la primera ocasión a los pinos. Una pequeña fonda cerca de la facultad de medicina, así que prepárate para comer rodeado de batas blancas, en la que ofrecen desayunos, nada tan elaborado, sino más bien con sabor a familia. Un plato muy sencillo con fruta, jugo de naranja y café o té es lo que te incluyen sus paquetes.

Son imperdibles los huevos en salsa roja acompañados de frijoles refritos y tortillas recién  salidas del comal. Los chilaquiles verdes, muy generosamente servidos, pueden ir con huevo, pollo o cecina. La milanesa de pollo la ofrecen con papas y ensalada (aunque yo siempre la prefiero con arroz rojo y frijoles refritos).  Y mis favoritas: picaditas verdes o rojas, aunque las mías vendrán con frijoles, queso, crema y cebolla; crujientes por fuera y suaves por dentro. Aquí el placer de comer rara vez conoce los límites, su cocina está llena de un equipo de señoras que felices corean cada una de las comandas que entran.  Es como ir a comer a casa de la abuela. ¿Qué más podría pedir? Buen provecho.

Oscar J. Miranda