Fondue en La Route Des Vins

La cultura del placer 7

Fondue en La Route Des Vins

“La gente es todo lo que tenemos”. En una barra, Belinda (la enorme Kristin Scott Thomas) le dice a Fleabag (Phoebe Waller-Bridge, el genio que creó esta serie de Amazon Prime). Si bien el contexto en el que se da esa conversación es muy específico, esa frase es prácticamente la tesis de la serie (en verdad, si no la han visto, háganlo ya): por horribles que seamos a veces, por difícil que estén el mundo y la sociedad, tenemos que aferrarnos a las personas, porque es lo único que tenemos y es donde verdaderamente reside nuestra humanidad.

No es coincidencia que este diálogo se dé en la barra de un bar, o que muchas de las situaciones que establece la serie en torno a esta tesis se den entre platillos y copas de vino; si hay un acto social que hemos desarrollado bastante bien durante siglos, es compartir comida y bebida.

Ya he dicho en ocasiones anteriores el enorme placer que es comer solos y lo poco que lo hacemos. Pero es innegable el poder de compartir la mesa con alguien. Más poderoso aún es compartir un platillo. Si la mesa es cercana, el plato es íntimo. Es un acto que realizan sólo los ahí presentes. Compartir los alimentos es estar presente. Y uno que es ideal para esto es sin duda el fondue.

Imagino que desde el siglo XVII este plato suizo que consiste básicamente en sumergir trozos de pan en una mezcla de quesos, vino y lo que el lugar en cuestión desee agregar, es un acto de diálogo, de intercambio, de compañía. Vamos, hasta es divertido ver a quién se le cae un pedazo de pan en la mezcla.

Por eso para mí el fondue siempre ha sido una especie de comfort food: siempre que lo como es con gente, platicando, divirtiéndonos, acabando una jornada laboral, contando algún chisme.

En Guía oca teníamos una tradición que curiosamente nos ha seguido aún en nuestra transición de impreso a digital: una vez terminada una edición de la revista impresa, nos íbamos todo el equipo a celebrar con un fondue (o varios) a La Route des Vins (la Ruta de los vinos, pues) de Huexotitla. Porque quedaba cerca de nuestra oficina en aquel entonces,  porque era de los pocos lugares que para la hora a la que terminábamos seguía teniendo servicio de comida, porque era un eterno confiable en el que no teníamos que ver la carta para saber qué íbamos a pedir y porque era divertido. Era muy divertido.

La clave era llegar antes de medianoche, pedir una mesa enorme, ordenar dos fondues a las finas hierbas y dos botellas de vino. Pese a que todo el equipo estábamos agotados, había algo en ese acto que nos daba vida nueva. Durante un par de horas nos olvidábamos de todo y nos dedicábamos a comer y relajarnos.

Muchas cosas han cambiado en oca con los años. Ahora somos puramente digitales, somos menos personas y aunque tengamos la misma cantidad de trabajo o más que entonces, procuramos ya no salir a medianoche.

Sin embargo, hace unas semanas Blanca y yo (los únicos miembros que quedamos de aquel equipo que hacía el impreso) teníamos demasiado encima. Había que hablar, o mejor dicho había que platicar, porque tanto laboral como personalmente había bastante que desahogar. Salimos de la que es nuestra nueva oficina, ahora en La Paz y como si el día intentara decirnos algo, ahí estaba: una Ruta de los Vinos.

Sin decir entramos, nos sentamos en una mesa y antes de que siquiera nos trajeran una carta, ya habíamos pedido un fondue a las finas hierbas y una botella de vino blanco. Justo como en los viejos tiempos.

Ese fondue, esa botella de vino y esa plática fue básicamente terapia para ambos. Fue precisamente algo íntimo, algo que ambos necesitábamos y fue recordar que, pese a todo lo que ocurría a nuestro alrededor, nos teníamos el uno al otro para escucharnos y ayudarnos.

Quién diría que queso derretido, mezclado con vino y pan podía recordarnos que la gente es todo lo que tenemos.

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