Blanco

Paraíso perdido, paraíso recuperado

Blanco

Dominique, recién desposada, camina apresurada hacia la puerta de la iglesia. Tras oír sus pasos las palomas vuelan, la familia y amigos los reciben a ella y a su ahora marido con arroz, fotografías y risas. Éste no será el único momento feliz que tengamos en Blanco (1994), pero sí el más onírico. Será la imagen del paraíso perdido a la que volveremos dos veces más en la película.

De la trilogía inspirada en los colores e ideales de la bandera francesa con la que Krzysztof Kieślowski culminó su carrera entre 1993 y 1994, Blanco es, sí la única comedia (aunque tanto Azul como Rojo sí que tienen extraños momentos de humor), pero también es en la que el realismo tiene más peso. 

Karol Karol (Zbigniew Zamachowski), un inmigrante y peluquero polaco ve cómo su vida de ensueño (aquella que vislumbramos en la memoria del día de su boda) se viene cuesta abajo en el momento en el que su esposa, Dominique (Julie Delpy), le pide el divorcio por nunca haber podido consumar el matrimonio. Dominique y París se encargarán de humillarlo y expulsarlo de vuelta a Varsovia (de una forma, por cierto, absurda mas no imposible), donde además de reconstruirse a sí mismo, diseñará y ejecutará la venganza perfecta contra su ex esposa.

A diferencia de sus dos filmes hermanos, en Blanco el color en cuestión no está vinculado a la memoria, el dolor o la libertad, como en Azul (1993) o no tiene un tinte casi metafísico para señalar la mística que une las casualidades de la vida, como en Rojo (1994). No, aquí el blanco es el color de lo cotidiano, del día a día. Es el de los coches, el de la nieve, el de las casas, las cortinas y la ropa. El de una escultura que nos recuerda a alguien de quien estamos enamorados; el de los azulejos del metro donde nos sentamos en nuestro momento más bajo; el de la mierda de paloma que nos cayó cuando creíamos que las cosas no podrían salir tan mal o el del excusado en el que vomitamos ante el horror de, precisamente, la realidad.

Por supuesto en principio el blanco es el color que le corresponde a la igualdad. Pero ésta es una película de Kieślowski y aquí, más que analizarlo como un valor revolucionario, explora cómo funciona en la vida cotidiana, precisamente, en la realidad de sus personajes, que en palabras del propio director, “son personas que tienen algún tipo de intuición o sensibilidad, una sensación especial en sus entrañas”. 

Probablemente por eso la realidad le pesa tanto a Karol Karol (que por supuesto, no es coincidencia que comparta iniciales con su creador), porque la siente demasiado, porque hay algo inexplicablemente aplastante en ella, tanto que por muy enamorado que esté de Dominique no puede conseguir una erección o que en el momento que ella le dice en plena corte que no lo ama, tiene que correr a vomitar al baño.

Es interesante también cómo, al ser la más anclada en el realismo (ojo, que no por ello la más realista), el cuerpo y lo que viene de él juegan un papel tan importante aquí: erecciones imposibles, mierda, vómito, cabello, sangre, golpes y cicatrices que reflejan cómo nos sentimos por dentro, cadáveres con la cabeza aplastada, piel desnuda que parece porcelana o yeso. Y lágrimas. Porque como todas las películas de esta trilogía, ésta también termina con lágrimas.

A pesar de ser una comedia, Blanco tiene algunos de los temas más oscuros y terrenales con los que Kieślowski lidió en su filmografía post documentalista (quizás esto haya sido una especie de recuerdo de aquella época del cineasta): el despreciable trato hacia los migrantes (un tema que ha trascendido tiempos y países), las mafias y su sucia forma de operar, el fraude económico y claro, el dinero ante todo.

Aunque Kieślowski constantemente aseguraba que su intención no era ser político, sino centrarse en historias humanas y en esos “fragmentos de vida” inexplicables, el comentario político y social de Blanco es inevitable. La Unión Europea y su formación están más que presentes en toda la trilogía, e incluso podría leerse una perspectiva en cada una, tan sólo por dónde decide ubicar el director cada película: en Azul (1993) lo vemos desde los integrantes de la Europa Occidental, con la historia de una mujer francesa (Juliette Binoche) que muy probablemente sea la autora del himno para la Unificación de Europa; en Blanco (1994) desde una Polonia recién liberada del comunismo que intenta establecer relaciones con sus nuevos hermanos de occidente y en Rojo (1994) desde una Suiza eternamente neutral.

“Has puesto un neón”, le dice Karol a su hermano apenas verlo y tras haber aguantado un viaje de cuatro horas metido en una maleta y ser golpeado por 4 jóvenes que robaron la maleta en cuestión, “¡Esto es Europa!”, le responde el hermano. Un símbolo pequeño, pero muy importante de muchas referencias que traerá Blanco.

Y es que hay que entender que las últimas veces que estuvimos en Polonia en el universo cinematográfico de Kieślowski (El Decálogo de 1988 y La doble vida de Verónica de 1991), ese mundo de la posguerra que crió e hizo al director estaba a punto de desaparecer. Esa realidad que lo hizo se convertiría, de alguna manera, en una memoria como a la que recurrimos tres veces en esta película.

“Hoy en día todo se puede comprar en Polonia”, nos repiten varias veces durante el filme. El momento más hilarante sin duda es cuando se refieren a un cadáver importado de, irónicamente, Rusia.

“Blanco es sobre la igualdad entendida como una contradicción”, dijo Kieślowski en 1993, mientras filmaba esta película, en las entrevistas que acabarían armando el libro Kieślowski sobre Kieślowski, en el que también decía: “Entendemos el concepto de igualdad como que todos queremos ser iguales. Pero esto no es para nada cierto. En realidad no creo que nadie quiera ser igual. Todos quieren ser más iguales. Hay un dicho polaco que dice: ‘hay quienes quieren ser iguales y hay quienes quieren ser más iguales’. Eso solían decirlo durante el Comunismo y yo creo que aún lo dicen”. 

En Blanco la igualdad funciona como un espejo. Karol se da cuenta que nunca fue un igual o más igual (como diría Kieślowski) de Dominique en el momento en el que, ya de vuelta en su país, mira su reflejo cuando por fin comienza a sentirse como él mismo. Mikolaj, el hombre que salvó la vida de Karol en el refinado metro de París, verá como éste salva la suya en el apenas iniciado metro de Varsovia. Y Dominique, ya en Polonia una vez ejecutado el plan de Karol, verá cómo la justicia de un país al que no pertenece y del que no habla su idioma, la despoja de todo.

Es justo ese punto en el que ambos lo han perdido todo, que nuestros protagonistas se encuentran y se descubren iguales. Ambos hablan ahora un mismo lenguaje, que no es el francés ni el polaco, sino uno silencioso. Uno que le dice a Karol que al fin, ha recuperado el paraíso, y es real.

De la trilogía, Blanco suele ser vista como la menor, quizás por no tener esa estructura casi operística de las otras dos, sin embargo hay un encanto muy particular en este filme, y es precisamente ese que consiste en encontrar la felicidad en las cosas cotidianas, en las cosas reales.

Hay una escena mínima, que ocurre justo a la mitad, pero que además de aquel devastador final, siempre me ha conmovido. Cuando al principio lo encuentra derrotado en el metro de París, Mikolaj le propone a Karol que lo ayudará si cuando llegan a Polonia mata a un hombre que quiere morir pero no se atreve a suicidarse; la urgencia de Karol por dejar Francia es tal, que acepta. Cuando por fin llega el momento, Karol descubre que ese hombre miserable que quiere morir es Mikolaj. Al ser un hombre de palabra, Karol apunta la pistola a su pecho y dispara. Mikolaj se desploma en los brazos de Karol. “Esa bala era falsa, la próxima vez será de verdad”, le dice Karol y le cuestiona si aún quiere morir, Mikolaj niega con la cabeza. “Todos sufrimos”, dice quien ahora está siendo el salvador. “Sí, pero yo quisiera sufrir menos”, contesta rotundo Mikolaj.

Para este punto, los dos hombres han visto al otro en su punto más bajo y vulnerable, los dos han visto cómo la realidad le pesa al otro, los dos han descubierto que son iguales. La escena siguiente es una toma abierta del río Vístula congelado, donde ambos se derrapan, beben vodka, gritan y sienten que “todo es posible”. Felicidad pura y sencilla.

Karol, Dominique y Mikolaj, todos encontrarán que la verdadera igualdad está en ese momento en el que nos reconocemos de forma auténtica en el otro y que ahí es donde está la felicidad. Ahí está el paraíso.

Te puede interesar